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El año de vivir como hijos

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Estaba pensando en el año nuevo y en cómo empezar el año, y esto me llevó a pensar en todos los “unos de enero” y en todas las metas que he hecho a lo largo de los años. Luego, me empecé a preguntar sobre cuantas de estas metas realmente cumplí. No hay nada malo con ponernos retos y metas (de hecho tengo que confesar que soy un poco adicta al deporte de hacer listas y tachar tareas completadas), el problema está que el ponernos una meta suele llevar a una de dos emociones: 1. Si me pongo una meta y la cumplo, me siento orgullosa de mí misma (orgullo = problema) pero si me pongo una meta y fracaso, me machaco a mí misma, me siento como un fracaso y me desilusiono (desilusión = problema). Entonces, ¿cómo empezamos este año? ¿Cómo podemos retarnos a nosotros mismos de tal forma que al terminar el 2015 estemos más enamorados de Cristo y más apasionados por Su reino, sin estar ni orgullosos ni desanimados?

Antes de ir a la cruz, Jesús le dio a sus discípulos la clave para la felicidad. El día antes de lo que parecería en su momento el peor día de sus vidas, Jesús, su maestro les dice “¿quieres ser feliz? Lavaos los pies unos a otros”.  El servicio es la clave a la felicidad y qué mejor manera de empezar este año sino decidiendo servir. PERO, volvemos al mismo problema: si ponemos “servir más” en nuestra lista de metas, esto o bien nos puede llevar al orgullo o al desánimo. ¿Cómo lo hacemos?

Cuando miramos la vida de Cristo, vemos que su ministerio empezó escuchando la voz de Su padre cuando éste anunció: – “este es mi hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:13-17) y esta intimidad con el Padre nunca cesó. Vez tras vez se apartaba para estar con el Padre. Incluso le dijo a todos sus discípulos que todo lo que hacía (¡TODO!) era porque veía que el Padre lo hacía y que todo lo que decía era porque el Padre lo decía. (Juan 5 y Juan 12). Luego llega al final de su vida y dice:

Sabiendo Jesús que su hora había llegado para pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. Y durante la cena, como ya el diablo había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, el que lo entregara, Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todas las cosas en sus manos, y que de Dios había salido y a Dios volvía, se levantó de la cena y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó.  Luego echó agua en una vasija, y comenzó a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía ceñida…” (Juan 13:1-5).

Jesús pudo servir, porque su identidad estaba en que sabía que era el Hijo de Dios. No podía sentirse orgulloso de servir – no necesitaba poner su identidad en eso – porque era Hijo y no podía machacarse por fracasar porque su identidad estaba en que era Hijo.

Ahora tú y yo somos Hijos del Dios altísimos. Él fue el primogénito entre muchos hermanos y tú y yo somos hijos y co-herederos que estamos aprendiendo a sólo hacer lo que hace nuestro Padre y a sólo decir lo que dice nuestro Padre. Así que, si la clave para la felicidad es servir y la clave para servir es vivir como hijos, propongo que en vez de hacer una larga lista de “que-haceres”, entremos en el año recordándonos a nosotros mismos “soy Hijo” y descansando en esa verdad. Cuando sabemos que somos hijos, entonces podemos “ceñirnos la toalla y lavar los pies” y cuando “lavamos pies” … ¡somos garantizados el mejor año jamás! (Juan 13:17).